El bailarín de Junín - Corpocentro

Él baila solo

A sus 87 años, Humberto Cuadros es una sola rumba. Pero no tiene pinta de costeño ni antillano. Está vestido como un campesino de Antioquia, exactamente del corregimiento El Aro, en Ituango, que dejó hace casi 40 años cuando se retiró de las labores agrícolas para venir a buscar fortuna a la ciudad.

Se para todos los días a la entrada del pasaje Junín al frente del Astor con un amplificador conectado a una memoria USB llena de música. Se lo tercia a un costado y arranca a bailar, solo, horas y horas. Lo que suene se lo danza. A veces, resulta una pareja espontánea y él no se amilana. Y baila y baila y baila y así pasan sus tardes de lunes a lunes.

“A mí me gusta mucho la música. Uno con esta edad y pudiendo moverse, pues hay que buscar la platica. A mí me enseñó a bailar mi mamá y desde eso me encantó el baile. También toco violín, poquito, pero toco”.

A veces, resulta una pareja espontánea y don Humberto no se amilana. Y baila y baila y así pasan sus tardes de lunes a lunes.

Desde hace tres años arrancó a bailar, primero sábados y domingos y ya todos los días de una a cinco o seis de la tarde. A veces descansa uno o dos días. Pero lo suyo ahora es bailar. Viene desde su casa en Robledo Kennedy y compra las memorias en el propio centro “y al son que me toquen bailo”, ríe. “A la gente le parece mucha gracia que a mi edad esté bailando. No me da pena que me vean feliz. Pena me da es que me vean robando”, dice, mientras un turista norteamericano le deja un dólar.

Tiene una hija y dos nietos de 15 y 16 años. Su esposa también tiene 87 años y vive contenta porque él se gana sus pesos. “Ella no viene porque es muy gordita y ya no le gusta bailar. Está perdiendo la memoria pero yo no. Yo siempre se pa´ dónde voy  y qué voy a hacer”.

Dice que su buena salud se la debe a que de joven no fue “tan” vicioso. Parrandear es bueno pero controlado. La gente en el centro lo quiere y lo respeta, se hace un promedio de 70 mil pesos diarios mientras baila y goza de lo lindo. Poquitos pueden contar ese cuento, menos, si nacieron hace casi nueve décadas.